15 de noviembre de 2006

¿Ser normal y estar vivo a la vez?

Un texto de Emile Michel Cioran (1911-1995)

Si la fuerza es contagiosa, la debilidad no lo es menos: tiene sus atractivos; no es fácil resistírsele. Cuando los débiles son legión, nos encantan, nos aplastan: ¿cómo luchar contra un continente de abúlicos? Nada más dulce que arrastrarse al margen de los acontecimientos; y nada más razonable. Pero sin una fuerte dosis de demencia, no hay iniciativa alguna, ni empresa, ni gesto. La razón: herrumbre de nuestra vitalidad.

Ser distinto a los demás, como un tulipán amarillo en un campo lleno de tulipanes rojos


Es el loco que hay en nosotros el que nos obliga a la aventura; si nos abandona, estamos perdidos: todo depende de él, incluso nuestra vida vegetativa; es él quien nos invita a respirar, quien nos fuerza a ello, y es también él quien empuja a la sangre a pasearse por nuestras venas. ¡Si se retira, nos quedamos solos! No se puede ser normal y vivo a la vez.
Si me mantengo en posición vertical y me dispongo a ocupar el instante venidero, si, en suma, concibo un futuro, es a causa de un afortunado desarreglo de mi espíritu. Subsisto y actúo en la medida en que desvarío, en que llevo bien mis divagaciones. En cuanto me vuelvo sensato, todo me intimida: me deslizo hacia la ausencia, hacia manantiales que no se dignan fluir, hacia esa postración que la vida debió conocer antes de concebir el movimiento, accedo a fuerza de cobardía al fondo de las cosas, completamente arrinconado hacia un abismo en el que nada puedo hacer, ya que me aísla del futuro. Un individuo, tal como un pueblo o un continente, se extingue cuando le repugnan los designios y los actos irreflexivos, cuando, en lugar de arriesgarse y precipitarse hacia el abismo, se refugia, retrocede a él.

Una manzana roja en medio de naranjas


En lo más íntimo de los individuos, como de las colectividades, habita una energía destructora que les permite desplomarse con cierto brío; ¡exaltación ácida, euforia del aniquilamiento! Entregándose a él, esperan, sin duda, curarse de esa enfermedad que es la conciencia. De hecho, todo estado consciente nos desasona, nos extenúa, conspira en nuestro desgaste; cuanto más dominio adquiere sobre nosotros, más nos gustaría reintegrarnos a la noche que precedía nuestras vigilias, hundirnos en la modorra que precedía a las maquinaciones, al atentado del Yo. Aspiración de espíritus exhaustos y que explica por qué, en ciertas épocas, el individuo, exasperado de tropezar siempre consigo mismo, de remachar su diferencia, se vuelve hacia esos tiempos en los que, unido con el mundo, no había abandonado todavía a los restantes seres ni degenerado en hombre. Avidez y horror de la conciencia, la historia traduce juntamente el deseo de un animal lisiado de cumplir su vocación y el temor de lograrlo. Temor justificado: ¡qué desgracia le espera al final de su aventura! ¿Acaso no vivimos en uno de esos momentos en los que, sobre un espacio dado, nos hace asistir a su última metamorfosis?

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