22 de febrero de 2007

Café. Un texto de Thania López.

Dibujo de una taza de café caliente humeante

El café está más amargo que de costumbre. Comienzo a pensar que lo mío no fue paranoia cuando le dije a la púber con granos que atiende ahora el mostrador: un express cor-ta-do. Creí haber leído en su mirada una duda compungida, una extrañeza sustraída de ningún otro lugar que de la incompetencia. No sabe cómo cortar un express. Eso creí. Ahora estoy segura. No sabe cortar un express. No me preguntó jamás con leche o con espuma. No. Se limitó a su esbozo de sonrisita y a su son once con cincuenta por favor. Luego oprimió con el índice un par de lugares en un teclado digital. Otra ostentosa novedad. Una caja registradora con un teclado digital casi intacto, nuevísimo. Al igual que la púber del mostrador, no creo que lleve aquí más de dos días. A diferencia de los granos de su cara. El primer brote debió haberla sorprendido antes de su primera menstruación. Pero en menstruaciones no quiero pensar. Tampoco en sus granos purulentos. No quería pensar en nada. Por eso llegué treinta minutos antes.

Lo único que deseaba desde que colgué el teléfono y salí del despacho cuatrocientos dos sin avisar a nadie; desde que tomé el elevador y el portero me dio las buenas tardes usando un nombre equivocado otra vez; desde que me enredé la bufanda al cuello y apagué el maldito celular; desde que caminé una cuadra y media de la Álvaro Obregón; desde que vi el letrero verdiblanquimugriento del "Guernica", era un express cortado. Un express caliente oscuro, cortado con leche, humeante en su tacita de loza. Y ahora debo cambiar mis planes y tomar un café revuelto con leche diluida y pensar pensar pensar. Tal parece que hoy no es mi día de suerte.

No he vuelto a tener un día de suerte desde hace una semana. Y no he vuelto a tomarme un buen café. Eso sí no lo atribuyo solamente a la nueva dependienta. No había tomado un sorbo del café del "Guernica" desde hace casi un mes. Quizá sea culpa del frío. En Noviembre la ciudad de México y su frío son implacables con las bebidas calientes. Al primer sorbo la lengua fría se encuentra con la sorpresa de un alto porcentaje de papilas gustativas achicharradas. Al sorbo quinto más o menos, la bebida, en un acto solidario con el clima, se ha terminado de enfriar. Pero a quién intento engañar. No es por el aire frío ni porque sea noviembre. Y tampoco es culpa de la púber del mostrador, que siendo sinceros no tiene tantos granos y los poco quizá no sean tan purulentos. Aunque eso sí es muy cierto, no sabe cortar un express. La culpa de que yo no haya probado un café bueno no es suya. Al menos no sobre los otros cafés que no fueron este de ahora. La culpa es de él como siempre. Y al decir como siempre no es porque sea él el causante constante de que se le vaya el sabor a mi suerte y a mis expresos. No.

Me refiero a su género, a los especimenes eternos que nos joden los días, los sueños, las horas productivas, las que pintaban para ser buenas borracheras y sí, los cafés: los hombres. Esos seres destetados que se aparecen un día a la hora de la comida y te preguntan si tienes planes y cuando dices que no te invitan una comida y una plática. Y luego te escuchan aunque mastiquen y te preguntan porqué ves tan triste esta tarde. Y te toman la mano y te miran sin tapujos y te dicen que todo va a estar bien. Y justo antes de pedir la cuenta revisan descaradamente su reloj de pulsera y te preguntan si tienes quince minutos más para tomar, claro, un café. Y cuando llega aquella taza blanca pequeña limpísima, rellena de un líquido espeso, negro, con una capa traslúcida de crema que da ternura sólo de ver, esos quince minutos se convierten en treinta. Y el primer sorbo te adormece la lengua y hablas menos cada vez. Uno a uno, los tragos te entibian los labios, las mejillas, la frente, el mentón. Te olvidas del sabor de la crepa, de la ensalada capresse, de la salsa al pesto. En tu boca, entre tus manos, en el exhalar e inhalar de tu respiración, sólo existe el café. Y ese express cortado con la precisión de un docto, sabe como nunca, porque es sencillo de deducir. Nunca un café americano, capuchino, express cortado o a medio cortar, te va a saber igual. Ese café sin azúcar te lavó el aliento de todo lo amargo, de cuantas tristezas hayas paladeado. Casi te redimió.

A diferencia de este de ahora, de esta tarde en que ya no es primavera y el express sabe igual que mi saliva, tanto que da lo mismo tomar de esta taza que lamer un clip. Todo esto es su culpa. O puede ser que me esté exiliado de la culpa mía y nadie más que yo sea la responsable de estos ocho días en los que mi suerte se ha ido. Puede que sea yo quien la despidió. Pero cómo iba a saberlo. Yo ni siquiera me quería involucrar con él. Bueno. Quizá sí lo quería, pero no pensaba hacerlo. Tenía ya muy bien aprendidas las consecuencias que se te vienen encima cuando ese alguien especial de tu vida, es también el alguien cotidiano con el que debes trabajar.

Y por eso estaba triste aquella vez, cuando aquel primer café. Porque esas consecuencias no las aprendí de un libro o de un manual. Sino de otro. De otro como él. No es cierto, estoy mintiendo. Él es distinto. Es diferente, tan diferente a tantos otros en tantas cosas. Nunca me ha hablado del futuro. Ni de planes juntos. No tiene en la mente grabada la imagen de cuáles de nuestros hijos tendrán mi pelo y cuáles sus cejas y cuáles la estatura de quién. No me ha hablado de bodas de plata, de viajes juntos. No me ha asustado pues. Nunca me llamó sólo para reportarse, no me acostumbró siquiera a una llamada diaria.

Cuando me dijo te quiero después de la primera noche juntos, se limitó a explicar que lo decía porque a veces el tiempo pasa demasiado rápido y te jode los momentos en los que podías decir algo importante. Y luego no puedes decirlo más. Nunca enmoheció una frase con el falsete romántico de los que juran encontrar a su alma gemela cuando un par de tetas no los dejan ya dormir. Era claro que él tenía su vida. Yo tenía la mía. Y había horas en el día, días en la semana , en que teníamos una vida en común. Esa era la razón por la que nunca tuvo celos. Ni siquiera los mínimos. Bueno. Los mínimos sí. Con esa relación secreta que no nos convenía divulgar, era lógico que el baño masculino, el equivalente a un confesionario de machos desenvainados, uno que otro elogiador de mi trabajo llegara a reconocer también con elogios, la eficacia de mi culo adentro de unos jeans. Y mientras me contaba cómo tuvo que contenerse, sonreír un poco y librar el tema con otro, uno más neutro, se le escapó un pendejo, cree que algún día te va a quitar los jeans. Así eran sus celos. Suficientes. Nunca hasta llegar a una escena. Odiaba las escenas típicas de pareja. Además claro, de que la nuestra no era un arquetipo de la pareja común.

Quizá esas enumeradas razones formaron la razón concreta por la que a pesar de mis reservas y mis precauciones, me fui enamorando de él. Porque él parecía ser todo aquello que antes sólo imaginaba. Y se dormía adentro de mis sábanas. Y antes de limpiarse el cuerpo con mi jabón, me despertaba besándome despacito la espalda y volvía a hacerme el amor. Y quién que no encuentre de pronto todo, todo así de irreductible, puede decir que no. Yo no lo dije. Dije sí. Primero dejando apenas escapar el aire entre los dientes apretados, luego estirando los labios, hasta que desde mi pecho se dejara escuchar la irremediable i. Sí. Sí. Un sí sentenciante, que casi dos equinoccios después, me empujó hacia la silla de los condenados del "Guernica". De los condenados a no probar nunca más un buen express. De los condenados. De mi condena. Hijo de puta. Ahora yo hablo en pasado. Hablo de él en pasado. De mi pasado con él. Justo cuando en quince minutos tiene que aparecer por esa puerta y darme una explicación. Porque me importa un carajo porqué. Me merezco al menos eso. Una explicación.

Que me explique porqué sigo bebiendo este café frío. Porqué tengo otro ya entre las manos y ni siquiera me interesa que la púber del mostrador no lo haya cortado esta vez. Una explicación. Y qué quiero exactamente que me explique. Además de por supuesto, este inminente amargo segundo express sin cortar. Puede pensar que yo debería saberlo. Sabía muy bien en lo que me metía. Lo supe o quizá, no me enteré tan bien. Si hubiese dejado de verle el azul en los ojos cuando decía sí, sí tengo novia sólo que por ahora no vive acá. Si me hubiese negado cuando me pidió que posara para un par de bocetos porque la modelo había caído con dispepsia y no tenía a quién recurrir. Si hubiese rechazado la oferta de aquel café turco que había traído de su último viaje, y que yo me merecía por haberle ayudado con esos importantes bocetos de mis caderas, mi ombligo y mis pies. Yo lo besé. Eso es cierto.

Pero el de las invitaciones siempre fue él. Comidas. Cenas. Desayunos. Y casi cada tarde, siempre, siempre, un café. Es lo más normal, y hasta sería un pecado no hacerlo. Aceptar un café. Luego viene el siguiente. Con un poco más de leche porque hay que volver a trabajar. Un tercero ya debería ser merecedor de un rotundo no. Pero a veces dices sí bueno. Y te lo vuelves a tomar. Al cuarto no hay remedio. Ya te tiemblan las piernas, el corazón te late más rápido, las uñas se vuelven pesadas y de frente y detrás, frente y nuca, te escarchas con gotas de sudor helado. Unas gotitas apenas, diminutas. Que al quinto ya son un sudor refrigerado que te llega hasta la espina dorsal. El sexto café ya no es un deleite, sino una autoflagelación. Yo me fui enamorando así de lento, de rotundo. Con él llegué hasta el sexto café. Hasta hoy.

No. Yo no soy la culpable. Ya ni siquiera puedo estar segura de que todo esto sea una culpa y que alguien tenga que eximirla, impugnarla o cumplir una condena. Sé que quiero que llegue. Sé que después de todas estas tardes de cafés fríos sola, quiero verlo a los ojos otra vez. Sé que no espero una explicación. Que no espero siquiera una disculpa. Que sólo quiero que me tome de las manos, que me diga que todo va a estar bien. Y que después pague mi café. El que me tome con él. El que me entibie y me haga sentir que todas estas partículas suspendidas saben a express cortado con crema. Que yo misma soy de café. Pero esta taza se enfría de nuevo y faltan cinco minutos y tres cigarros en la cajetilla es lo más que puede aguantar mi espera. Lo sé, o al menos lo imagino, que tres cigarros es el tiempo que necesita para confesarme una verdad así de grande como la que espero escuchar hoy.

Eso lo aprendí también viviéndolo. Hace ocho días exactos. Cuando los cafés se volvieron amargos y mi suerte también. Cuando después de muchas ganas de verlo, le mandé un mensaje a su localizador. Y me senté en la cama con el teléfono apretado al pecho y tres cigarrillos después, mi pecho empezó a timbrar. Y era él desde el aeropuerto y se iba por algunos días. Y eso sí lo supe antes de que lo dijera, era a ella a la que iba a ver. Mierda. Sí. Exactamente. Eso fue lo que pensé y lo que sigo pensando y lo que espero con toda el alma no volver a repetir. No con él. No sin él.

Ese fue el principio, el nuevo principio, el génesis de este nuevo testamento, de esta nueva historia nuestra contada por ningún santo sino por mí. Contada con horas, con días, con calofríos, con lágrimas que ya no puedo derramar. La historia contada por cafés con gusto a alambre, con una suerte de goma de borrar. Pero así no fue siempre. No había sido así. Ya es la hora en punto y no termina de llegar. Quizá no hay dónde estacionarse. O está caminando en alguna otra cuadra y no encuentra el lugar. No es cierto. Eso no es posible. Lo cité en este lugar porque lo conoce de hace tiempo y yo quería un express cortado y el café del "Guernica" era bueno por lo menos hace tiempo también. No se porqué lo justifico. O tal vez lo justifique porque ya ni siquiera sé.

El frío de este noviembre me traspasa los guantes y se mezcla con el frío de mis manos, con su sudor gélido impaciente. A lo mejor lo pensó dos veces y decidió no venir. Dejar las cosas así de poco claras y no volverme a ver. Pero tiene que verme de nuevo. Eso no puede evitarlo. En cualquier junta, en cualquier lluvia de ideas, en cualquier día de cobrar, él tiene que estar presente. Aunque sea free lance, también trabaja ahí. Y sabe muy bien que en cuanto lo vea a los ojos, voy a saber la verdad. O puede ser que eso es lo que busque. Que me dé cuenta sola de lo que pasa y él se evita así la pena de explicar. Después de todo así fue justamente como actuó cuando el primer beso. No decía nada. Yo no decía nada. Los dos tomábamos café con canela. Mi abuela decía siempre que una rajita de canela le daba un sabor más provinciano, más hogareño, más familiar y más íntimo al café. Quise probar aquella vez. Porque después de decenas de cafés de cafetería, de muchas mesas y sillas de madera, de muchos otros cafés multitudinarios, lo que yo quería más que nada era uno que nos pusiera íntimos. Y que Dios bendiga a mi abuela por aquella receta tan acertada. Nunca entre tanto silencio nos habíamos sentido tan al margen de las palabras.

No sé si en uno o tres movimientos, me acomodé cerca de él. Tanto que alcanzaba a respirar el vapor de canela trasudado de sus poros, dije algo acerca del calor y del café. Él dijo algo de cómo estar tranquilo en el calor con una bebida caliente. Luego me miró. Con una mirada larga, lenta. Me miraba los ojos y luego los labios. Y los ojos otra vez y los labios de nuevo. Parecía haber puesto su mirada a descansar en mi cara. Entonces supe que no me iba a besar. Lo supe porque por más que me mordía los labios de las ansias de sentir los suyos, él permanecía inmóvil, absorto, viéndome a los ojos y a los labios alternadamente, como siguiendo un compás mudo. Más mudo que nosotros dos.

Me acerqué despacio, muy muy despacio. Para no asustarlo, para no sacarlo de su estado abstracto, para permitirle seguir en el letargo. Y cerré los ojos hasta que lo tenía tan cerca, que su cabello rubio rizado, suelto, enmarañado, me tocaba los pómulos. Aflojé la tensión de mis labios, y los hundí en los suyos hasta aprisionar su lengua. Su lengua de canela. De canela íntima. La intimidad de su lengua. Su aliento empapado de café, de café y canela mezclados con su sabor, ese sabor que yo había adivinado como la tierra prometida desde tantas tardes atrás. Desde tantos cafés atrás.

Y cuando decidí soltar su lengua y soltar sus labios y abrí los ojos y lo vi lamiéndose los labios, con la misma lentitud de técnica con la que había probado por vez primera los míos, se me escapó un suspiro. El suspiro del conforme, del contento, del que acaba de gozar. Y él sólo dijo me moría por besarte, no sé de cuántas maneras querías que te lo pidiera. No, es un hecho. Puede prescindir de nuestro sintomático castellano para decir lo que quiere. Pero no es de los que se quedan completamente callados. Sobre todo ahora. Sabe que saber lo que él sabe es importante para mí. Puede que no lo sea tanto para él. Porque ya lo sabe, conoce el desenlace de todo este episodio. No creo que no venga. Café frío, amargo, express herrumbroso, sin cortar. No puedo creer que sea tan puto como para haberlo decidido así. Que se vaya a la mierda entonces si decidió dejarme sin aviso, bajo ninguna advertencia.

Pero no, pero no. Me lo dijo claramente. Me llamó dijo estoy de vuelta. Dijo que necesitaba verme, que era necesario, que era necesario también para él. Yo dije en el "Guernica" y él dijo en media hora estoy allí. Eso no da tiempo ni siquiera para un arrepentimiento a medio pensar. En media hora no se decide por algo así. O sí. Quizá él sí. Puede ser que intentara avisarme, pero no estoy en la oficina y apagué el maldito celular. Pues no, no hay ningún mensaje. Y el reloj ya se comió diez minutos de la hora a la que esperaba verlo llegar. Si estuviera en otro lado, y si espero demasiado y si no quiero y si me largo.

Ya decía yo que tenía al menos un poquito de huevos. Ahí está. Será verdad que no me ha visto. Dios, qué guapo se ve con ese suéter. Y tan guapo mientras camina y se frota las manos. Y tan guapo aquí sentado haciendo ruidos con la silla, mientras se quita la bufanda y que cómo estoy. Más brillante que una perla, no me ves. Que bueno que has pensado en mí. Yo también he pensado. Sí. Bastante también. Un regalito y un beso. Muchas gracias. Ya veo que es verdad eso de que pensaste en mí. Y bueno. Hasta aquí llegó el delirio, la paranoia, el estrés. La historia, esta nueva, la de los expresos y la suerte amarga se acabó. Ya estoy enterada. Al tanto. Sé exactamente lo que me va a decir. Lo sé sin escuchar sus palabras. Sin mirarlo a los ojos. Ya lo sé. Lo sé porque cuando la púber aquella dijo qué le ofrezco, él, el muy descarado, el más cínico de su especie, la encarnación de lo que no puede ser más obvio, pidió un té.

No hay comentarios: